Sunday, August 07, 2005

El sueño de la comunicación

Te juré no escribirte. Por eso estoy llamándote en el aire
para decir nada, como dice el vacío: nada,
nada, sino lo mismo y siempre lo mismo
de lo mismo que nunca me oyes, eso que no me entiendes nunca,
aunque las venas te arden de eso que estoy diciendo.
GONZALO ROJAS


Quizás luego de algún derrumbe, lo único posible para el antropólogo desarraigado, es realizar un esfuerzo por pensar la posibilidad de narrar la diversidad en el actual contexto latinoamericano y particularmente chileno, y así por este camino comunicar y comunicarnos. Se trata de un intento de plantear la pregunta por la posibilidad de la comunicación, interrogante desarrollada tantas veces desde la implantación del Proyecto de la Ilustración, y por ello desde la racionalidad occidental moderna, desde Rousseau en su diálogo con Dalembert, a lo cual Nietzsche nos respondió con una condena, desechando desde el nihilismo la verdadera posibilidad de la comunicación.

Frente a esa negación pocos argumentos se han consolidado, por ello no estamos en posición de afirmar que la comunicación sea siquiera posible, particularmente en el campo de la interculturalidad, más bien queremos recordar la interrogante, para de esta manera, proponer otras preguntas: por la identidad étnica, por la relación entre cultura y sociedad, por las posibilidades y límites de la narración en ciencias humanas, por los aportes de la narración literaria, dentro de otras muchas posibilidades de reflexión teórica.

De esta manera para dejar en el aire estas interrogantes permítasenos una narración. Hay un en el norte d Chile un pueblo entre Copiapó y Diego de Almagro, un pueblo saturado de luz. Un curioso lugar cuya existencia no queda del todo confirmada para el viajero. Poca certidumbre emana de esa luz, del polvo y del vacío y, especialmente, de la ausencia de cuerpos humanos interactuantes que lo caracteriza. Al menos esa carencia de certidumbre le ocurre al etnógrafo, extraviado en un camino del desierto de Atacama. Este pueblo se parece al sopor, es como una media tarde en la cual el calor interrumpe la siesta del verano.

La única certidumbre es la infinidad de ojos que acompañan al visitante al adentrarse en sus escasas calles, donde la mirada al extraño es la única presencia posible y legítima. En ese plano de realidad precaria, la posibilidad de narrar desde la etnografía se convierte en un esfuerzo de reordenamiento, reordenamiento para el cual el etnógrafo está pobremente provisto. El polvo y el viento son parte del pueblo por esencia lo que, junto a los ojos escrutadores y solapados, resultan la revancha del pueblo frente al abandono, donde la palabra progreso es parte de una escatología, y el agente del Estado no puede competir con el predicador evangélico en su provisión de certezas en un tiempo descentrado a nuestros ojos, hilado entre la carencia y la parusía.

En medio de aquello, resalta un teatro abandonado, teatro que debe haber exhibido películas hasta hace unos treinta años; ahora es el centro de reunión de la comunidad que suponemos opera, respira y convive, y que se revoluciona con la noticia más destacada en el escenario: es el control que desde Copiapó va a llegar pronto de parte del Hospital Regional. En ese momento, descubrimos que se trata de un pueblo de pirquineros, independientes y pobres, poco afortunados en la fortuna de los minerales, escapando a la silicosis como quien huye de otras malas suertes y embrujos , en otras culturas de nuestro país. Ese letrero sanitario nos da la primera pista frente al extravío del etnógrafo: parece ser que la presencia fundamental desde la cual es posible comenzar a comprender, es la presencia de la muerte, pero una presencia que carece de ese dramatismo propio de nuestra muerte, una muerte cercana, ritual, cotidiana. Un final que conecta con lo sobrenatural pero amarrada al desierto, como una enredadera de flores luminosas que da la forma a un muro destartalado.

En nuestra primera excursión, el fin de nuestro camino hacia el vehículo que nos trasportaba estuvo acompañado de un remolino que nos persiguió toda una calle; nos acompañó y acosó un viento espeso y oscuro que amenazó nuestro recorrido, pero no nos rodeó nunca. Y allí estuvo el único diálogo real, intercultural y creíble sostenido con un lugareño; una señora piadosa nos entregó la única certidumbre que tuvimos en toda esta travesía... " caballero, ese remolino es el diablo que persigue a los extraños" .

Cuesta creer en la existencia de este pueblo, pero si no nos rendimos a la tentación de la poesía, deberemos seguir creyendo que el pueblito es cierto. Lo que sí podemos hacer es creer que hemos comprendido algo de la cadencia de su vida, y del modo en que la ausencia, la soledad, la pobreza y la muerte organizan un devenir cotidiano, vida muy distinta a la del etnógrafo que, sin dejar de estar extraviado, al menos comprende que no comprende. Esta aceptación de la ignorancia significa una ruptura con el campo y con el espacio cognitivo del observador, con ese modo de mirar ya en nosotros configurado.

El desierto es un inmenso edificio, inteligente, autónomo, impresionante. Nadie nos mira y no vemos a nadie en la carretera que nos conduce a este lugar, y tristemente nadie busca nuestra mirada entre el calor de las montañas de cobre, y en medio de la nada. Entonces este poblado donde el viento, la silicosis y la sequedad nos hace dudar si alguien vive allí. Se trata de algo paradójico y nuestra experiencia etnográfica nos dice que ya somos el exotismo radical , decenas de ojos escrutan sin comunicarse, para advertir a estos extraños que nada pueden buscar en medio del desierto y también en medio de la soledad interna del pueblo.

Pero pronto descubrimos que una clave para esta hermenéutica de emergencia era asumir que el monumento más exorbitante de este lugar es su cementerio, un alucinante lugar, un punto más de cruce que de descanso; allí habitan la muerte: chilenos, collas, diaguitas, chinos, católicos, evangélicos, son las identidades que pudimos reconocer, tumbas que cubren y recubren identidades, donde se exhibe en la forma del sepulcro el modo en que el estilo de vida fue practicado, sepulturas llenas de flores, tumbas con inscripciones en chino, tumbas secas, y lo más impresionante, tumbas sin ornamento, montículos donde las tablas cortadas con las manos y un alambre que las une formando una cruz cristiana, denotan que ahí hay un ser humano ritualmente depositado ¿Qué concepto de muerte se debe deducir de este tipo de entierro? No es una fosa común, tampoco hay siquiera una flor, la tierra está aún fresca ¿Qué concepto de muerte trasluce? En el plano de la pura extrapolación, la tumba inspira abandono, pero también inspira paz, quizás el silencio atronador, el viento constante y monótono, hagan bajar la guardia frente a la muerte, convirtiéndola en un hecho no evitable, algo esperado; la muerte parece ser una pulsión, algo hacia lo cual se tiende, se acontece. La absoluta paz frente a la muerte quizás consista en eso, en no darle a la "hermana muerte" más de la importancia que tiene, así ella se convierte en un sacrificio casi gozoso, se hace vida el atávico vicio de no ser y al mismo tiempo volver totalmente.

Visitar como etnógrafo este pueblo, demuestra el ancho espacio que separa las categorías que se crean en las ciencias humanas, y que se reconstituyen en una narración a priori respecto de la diversidad, y la conciencia creciente de la imposibilidad de comprender. Dado esto, por una parte, por la progresiva reivindicación de la diversidad y, por otra, por la negación del pensamiento occidental a pensar la totalidad, donde el miedo a la ideología convierte al tipo ideal en un constructo que, hilado en la línea sintagmática que llamamos narración científica, hacen de la narración de la diversidad sociocultural una articulación de la conciencia de quien narra. Conciencia teñida a su vez por el discurso del otro. Ese otro que, muchas veces, dice lo que cree que el investigador quiere escuchar; y que es descrito desde un lenguaje determinado por el tipo ideal , cuyo sentido está elaborado antes que lo narrado se presente a los ojos del científico narrador.

Si la tarea de las ciencias de la cultura es narrar lo diverso, el sueño de la comunicación, y la angustia de no darse a entender y de no ser entendido, se convierte en un hecho cada vez más creíble, como si el extraño pueblito con que comenzamos este relato fuera un fragmento representativo de la realidad toda y ni siquiera las zonas de cruce cultural puedan ser escrutadas; un cementerio, el aeropuerto de Frankfurt, la Feria libre de Temuko, los mercados de México, serían espacios donde las posibilidades de narrar son limitadas y el sueño de la comunicación se transforma en una pregunta.

Es la catástrofe de nuestro discurso como cientistas sociales, la irrealidad de los tipos ideales desde Kant a Weber, desde la teoría crítica hasta la teoría de sistemas, que constituyen lo que Hinkelammert llamó "plenitudes imposibles" , convierten a las categorías de análisis en señales muertas esparcidas en caminos ripiados, como en el pueblito de nuestro relato. El fenómeno social puede tener un nombre pero nada nos puede asegurar que exista. Si nuestras pisadas, las huellas que -sin querer- dejamos al mirar la alteridad no nos pueden dar ninguna certidumbre, entonces en numerosas ocasiones el concepto hecho tipo ideal no da certidumbre sino vacío, y en eso resulta nuestro discurso científico social, un inmenso vacío, que se manifiesta fértil cuando se llena con los anhelos del científico por hablar del otro , espejo de nuestros anhelos. Nadie aún nos ha probado que el pueblito de nuestro relato verdaderamente exista.

La poética aristotélica dividía los textos entre la ficción y la realidad ordenando los tipos discursivos. Nuestro modesto descubrimiento en la racionalidad occidental, consolidado a mediados del siglo XX desde la crisis de la metafísica de la conciencia, es que la narración es un mínimo común denominador de toda construcción científica, histórica, filosófica o poética.

Existe un viejo tema arraigado en la cultura occidental y proveniente del pensamiento helénico, más precisamente de Aristóteles, aquel que tiene directa relación con la sustancia y la esencia. La sustancia se refiere al ser real, mientras que la esencia, al ser como ente general (género, clase, etc.), de lo cual surge para la filosofía occidental la pregunta: ¿Cómo conocer el mundo? ¿Desde la sustancia o desde la esencia? Esta pregunta básica del pensamiento fue respondida por Aristóteles desde su opción por la sustancia, es decir, "desde la cosa en sí misma". Ese constituye parte del legado epistemológico de la cultura helénica a la cultura occidental y fundamenta la clasificación tipológica que, en su poética, Aristóteles proporciona a los géneros discursivos, clasificación que ha determinado los sistemas de clasificación, ha ordenado y comprendido las formas discursivas tanto propias como pertenecientes a otros sistemas culturales.

Es el viejo tema lingüístico de los tipos discursivos, o lo que en la teoría literaria es la polémica por los géneros, y que la concepción deconstructiva entiende como disolución, en nuestro análisis preferimos verlo nada más como un toque de especificidad cultural, algo que no ocurre en numerosas culturas tradicionales.

Entre los mapuche no es la verosimilitud, sino la eficiencia simbólica y la eficiencia social del texto lo que divide un canto de machi, machi-ül, de un discurso narrativo como el nütram, con un género textual relegado ahora por nosotros al plano del arte o la psicopatología, los peuma, aquello que nosotros llamamos actividad onírica. Lo que es sueño, desechos en la cultura occidental y demostración de sus flaquezas, en la cultura mapuche, bajo la forma del peuma iluminan la vida, comunican a los vivos y a los muertos, el color azul del peuma hace la vida más llevadera.

Nuestra cultura trabaja con la narración consciente y racional para dar cuenta de la diversidad, bajo una forma única y totalizante de comprender lo racional, entonces ¿Para qué preguntarse por la comunicación en la narración? Fundamentalmente porque todos los textos, por científicos que pretendan ser, son ante todo "fragmentos de un discurso amoroso" como gustaba decir Barthes. En torno a ese discurso el yo deambula proyectándose vertiginosamente en la realidad y finalmente perdiéndose, perdiéndose a sí mismo en la muerte del padre perverso y polimorfo.

Ese yo que siempre es otro, es el amoroso esfuerzo para que la comunicación sea posible y, con ello, la democracia hecha textura anhelada , en el milagro del texto que intenta que la comunicación sea posible, el que a estas alturas ya es eso solamente: un milagro.

Valparaíso, invierno del 2004

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